sábado, 20 de julio de 2013

Que crezcan.

Dentro de mí siempre ha existido un lobo
(ahora dos):
el de la nostalgia.
La nostalgia del que archiva fieramente los recuerdos,
no vaya a ser que los secuestre la lluvia,
y como un poseso se tatúa a fuego con el brazo del dolor
hasta el detalle más insignificante.
El dolor insignificante es el que mata a uno por dentro,
despacio,
es el dolor de las goteras o las termitas
o los billetes de tren caducados.
Con el placer insignificante pasa lo mismo.
Es la nostalgia de saberse pequeño en un cuerpo, casa, tierra, universos infinitos.
La nostalgia del que nunca se conocerá a sí mismo
ni a aquel niño venezolano que sostiene el mundo con sus manitas de hoyuelos.
La nostalgia de quien nunca sabrá quién hizo el amor antes en la habitación que ahora llama suya.
La nostalgia de las raíces muertas en una tierra que siempre será de otros.
La nostalgia del telescopio o la pata de la mesa.
La nostalgia de los millones de personas que le prometieron la luna a alguien,
la de no visitar Plutón o Etiopía.
La nostalgia, en fin, de quien domina y se somete al tiempo,
yaciendo en el suelo,
dejando a las nubes crecer.

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